21/5/07

Capitanes

Una de las curiosidades, en el universo militar, es el prestigio de los capitanes. Parecería que este grado tiene una misteriosa autoridad que supera a los demás rangos, incluso a aquellos que figuran con mayor jerarquía en el escalafón. Por ejemplo, entre los héroes de España está Gonzalo Fernández de Córdoba, vencedor de moros y franceses, que se ganó innumerables títulos en el campo de batalla, pero que uno solo le fue admitido por la historia, el de Gran Capitán.

Y, si de novelas se trata, El capitán Rebelde, Las hijas del capitán Grant o Un capitán de quince años dejan a las claras las preferencias de los autores, del mismo modo que el brazalete que designa al líder de un equipo deportivo no es el de coordinador ni el de gerente deportivo. Es el de capitán.

Así que, por más que la historia militar y naval se haya encargado de asegurarnos que el de capitán es un grado intermedio, menor al de general o al de almirante, la tradición popular se encargó de demostrar lo contrario. No me pregunte las razones de esta caprichosa costumbre, porque no tengo la menor idea. Sólo sé que un capitán no toma sus decisiones en un escritorio; las toma en el campo de batalla. No observa la carga de caballería desde lo alto de una colina; la encabeza.

En pocas palabras, un verdadero capitán es un soldado que se vuelve bandera ante los demás soldados, un guerrero que utiliza un brazo para combatir al enemigo y otro para proteger a sus camaradas. San Martín, Belgrano, Güemes y Estévez eran capitanes, más allá de sus rangos militares.

Por otro lado, las naciones son como las personas: tienen cuerpo y alma. A uno se lo conoce como país, al otro como patria. Uno son las montañas, los valles y los ríos. El otro son las canciones, la sangre y la bandera. Esa es la condición del extranjero: la de llevar su patria en un país ajeno, y ésa es la tragedia de los desterrados.

Entonces, si uno piensa en qué cosa es un barco, no sería descabellado imaginar que los barcos son pedazos de patria que flotan en los mares. En la cubierta de un barco argentino navega el alma de la Argentina. Así que, por más esfuerzos literarios o cinematográficos que se hagan, la bandera negra de los piratas jamás podrá superar en romanticismo a los marinos que navegan enarbolando la bandera de su patria.

Lo que pasa es que, extrañamente, en estos últimos días, la noticia fue un capitán que se negaba a abandonar su barco, que se estaba incendiando. El barco era un rompehielos que había participado en la recuperación de nuestras islas Malvinas, además de rescatar a otros barcos atrapados por los hielos del sur. Como dije antes, un pedazo de patria que se estaba hundiendo y un capitán que se resistía a dejarla.

Lo extraño es que, en un país acostumbrado a disolver responsabilidades, a cuestionar la honra de las instituciones, en lugar de cuestionar a los hombres que las deshonran, en un país entrenado en el olvido, de pronto aparece un loco que, siguiendo una tradición olvidada, insiste en que su barco es mucho más que un montón de hierros flotantes; su barco es la porción de patria que le fue confiada.

Y todo esto ocurre en el mes de abril, un mes marcado por el recuerdo de la última guerra argentina. Un mes que se debate entre el orgullo y la vergüenza. Orgullo por aquellos capitanes que estrellaron sus aviones contra los buques invasores o que murieron cubriendo a sus compañeros, y vergüenza porque muchos de estos capitanes regresaron rodeados por el silencio de la indiferencia.

Ahora, mayo está instalado en el calendario. Y mayo es un mes más fácil en cuestión de celebraciones. Es un mes de actos y de escarapelas, pero a veces nos ocurre que las celebraciones no nos motivan; que los discursos nos resultan largos y reiterativos; que Cornelio Saavedra o Mariano Moreno son solamente nombres de calles y que cantar el Himno Nacional en una plaza o en un patio escolar no nos conmueve del mismo modo que nos conmueve en un estadio de fútbol. Y es natural que, después de tantos años de estadios de fútbol, de escuchar nuestra canción patria como un tema más en los recitales de rock and roll , de evaporar horas mirando a un insignificante gran hermano y de pensar que la patria es un asunto de otro, el celebrar la Revolución de Mayo pueda resultar tan extravagante como que un capitán pretenda hundirse con su barco en pleno siglo XXI.

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